miércoles, 15 de abril de 2015

A propósito del Perro de Pavlov


Por: Ahmel Echevarría

El Déjà vu. Experimentarlo incluso en un texto. O propiciarlo en el lector con los párrafos iniciales de un artículo ya publicado. Intentarlo de este modo: 
“Sucedió un domingo. Era marzo, de tarde en el municipio Plaza, en la (nueva) sede del grupo de teatro El Ciervo Encantado, exactamente a un costado del Taller de Línea y 18. A las 8:30 de la noche se desencadenaría Triunfadela. En el inicio de la obra aconteció el reencuentro con Nicolás, Nicolás Guillén, Nicolás Guillén Landrián. 
Sobre la puerta de entrada, en una pantalla la imagen de un inmueble azul, (casi) en ruinas. Era el antiguo taller de ómnibus Girón. La foto como una suerte de intro, porque en la pantalla transcurrió el documental Taller de Línea y 18.”
Pero no se trata de experimentar, en singular y de manera súbita, una experiencia o momento de vida que me atañe solo a mí, sino un evento colectivo en el que han estado implicados un gran número de individuos. Y cuando digo “gran número” e “individuos” hablo de “millones” y “cubanos”. Experimentarlo de manera súbita, a un costado del Taller de Línea y 18, con El Ciervo Encantado y la obra Triunfadela (performance en escena), dirigido por Nelda Castillo.
De la nota del programa: Esta obra patafísica, revista política, joco-seria y bailable, investiga ese impulso inconsciente, sembrado en lo más profundo de nuestro cuerpo, que se proyecta sin que podamos evitarlo, fruto de una acendrada tradición. 
Es cierto, una “acendrada tradición”. Y ahí es donde podría encontrar terreno la (loca) idea del Déjà vu. Porque en escena —dos gradas a ambos lados del escenario, al fondo una suerte de estrado, pancartas en paredes y el suelo—, literalmente con muy pocas palabras y mucha fanfarria se nos ubica al interior de uno de esos tantos episodios vividos en nuestro devenir en Cuba, un archipiélago pródigo en actos multitudinarios u otros de pequeña escala que reproducen (casi una copia al calco) el mismo modus operandi.
Y con muy poco, en la obra de El Ciervo Encantado se nos abduce o nos llevan a experimentar una concentración (actos en donde a la Cultura a ratos se le asigna el espacio de las “pinceladas”) en el parqueo de una fábrica, el patio de la escuela o el teatro de la universidad, el salón de actos de un hospital o centro de investigaciones, el barrio, más una lista de ejemplos que terminaría en... Pienso específicamente en uno, ese no puede ser otro que la plaza en donde El Ciervo Encantado encontró el espacio de interacción con el público. 
En Triunfadela, un actor es al mismo tiempo pequeño escenario: hombre o mujer ejecutando la condición de tribuno-tribuna. Su vestuario, que puede ser militar que puede ser fabril que puede ser agrario que puede ser espartana muda de ropas de alguien a la cabeza de algo (Sindicato, Comité de Base, Brigada, Colectivo, pelotón...), incluye micrófonos (falsos micrófonos como organillos medio enhiestos nacidos en el tejido adiposo del abultado abdomen) para multiplicar el alcance, en cuanto a decenas o centenares de oídos, de un discurso en donde —al parecer— solo importa la modulación y proyección de algo enunciado desde la individualidad hacia la masa, en este caso el público asistente a la obra, con la ubicación de palabras clave en momentos significativos del monólogo o discurso, y el movimiento de los brazos para acentuar el performance de quien se desata en la tribuna. 
El orador dispara en ráfagas no solo una intensidad sonora para enardecer antes que amodorrar, también incontables gotas de saliva visibles cuando en la parábola de vuelo atraviesan zonas de luz. El humor acuoso producido por las glándulas salivares, el discurso a pesar de la xerostomía o la sialorrea, la salivación como reflejo condicional a manera de respuesta ante un estímulo. 
En Triunfadela podrías verte... verte a ti mismo tanto en la tribuna o al interior de la masa (remarcar, redundancia en la escritura, machihembrar la redacción del texto con una obra en cuya fuente de investigación e inspiración está la obra de Niolás Guillén Landrián, Rafael Rojas y su libro El arte de la espera, parte de la obra de Antonia Eiriz, nuestros periódicos, el susurro de Tania Bruguera, más la fidelísima habana de Gustavo Euguren, y Alfred Jarry, y la compilación Más de cien años de humor político, también La selva oscura. De los bufos a la neocolonia de Rine Leal, El humor otro de Chago Armada, Lázaro Saavedra con Narcigogia, y 1, 2, 3 probando de Galería DUPP). Podrías verte  cuando en la tribuna estuviste, o cuando en el matutino transcurrió tu momento frente al resto de la escuela, o en tu intervención tras levantar la mano, o cuando fuiste conminado a emitir un criterio. 
En Triunfadela estamos casi todos, porque el tribuno-tribuna cede la palabra... no, no la cede, elige a alguien del público para que este se integre o diluya en ese sonido modelado por labios y lengua. El elegido por unos minutos deja de ser masa amorfa y se convierte en un flujo de cifras, adjetivos, sustantivos, preposiciones, artículos que son una suerte de ilusión a manera de confirmación. Aplausos solicitados por el tribuno-tribuna, fanfarrias como parte de la labia del hombre-mujer tribuno-tribuna.
A ese discurso le atañe la zafra y el café, la pesca y las ferias del libro, la fabricación de calzado, el ganado mayor y menor, la educación, la ciencia y la salud, las frutas y vegetales, la erradicación de focos y vectores, las campañas de ahorro, el destino de la patria, las microbrigadas...
En las notas del programa se apuesta por una teoría a propósito de ese actuar, ese discursar, aquella en donde se contempla la posibilidad de que la inmensa mayoría “estemos bajo los efectos de alguna sugestión o de una substancia psicotrópica, como el Psilocybe Cubensis”. ¿Sugestión colectiva o el consumo de un té a partir del hongo que germina en la bosta de las vacas? ¿Acaso es una respuesta o reflejo condicional producido por un estímulo?
Pensar en la sugestión, el té de hongos, en el condicionamiento pavloviano.
Mirar atrás, encontrar el origen.


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